Cuenta la leyenda que hace muchos años, en la Colonia Tatacua, vivía una joven llamada Rosa, hija de unos humildes campesinos que trabajaban en los cultivos de algodón y tabaco. Rosa era muy bella y bondadosa, y tenía un gran amor por la naturaleza. Le gustaba salir a caminar por los senderos que recorrieron sus padres y sus abuelos, y admirar las mil palmeras y el viejo alambrado que rodeaban su casa. También le gustaba visitar el pisadero de la vieja fábrica de ladrillos, donde jugaba con los caballos que pastaban junto al sendero
Un día, mientras caminaba por el camino que bajaba al rincón, se encontró con un joven llamado Juan, hijo de unos comerciantes de la ciudad. Juan había venido a Tatacua a hacer negocios con los dueños de la fábrica de ladrillos, y se había quedado encantado con la belleza del lugar y de Rosa. Se acercó a ella y le habló con dulzura, y ella le respondió con timidez. Así comenzó una amistad que pronto se convirtió en amor.
Rosa y Juan se veían todos los días en el mismo lugar, y se juraban amor eterno. Pero sus familias no estaban de acuerdo con su relación, pues tenían diferentes orígenes y ambiciones. Los padres de Rosa querían que ella se casara con un campesino como ellos, y los padres de Juan querían que él volviera a la ciudad y se olvidara de esa muchacha del campo. Así que decidieron separarlos por la fuerza.
Un día, cuando Rosa fue al encuentro de Juan, se encontró con que él no estaba. En su lugar, había una carta que decía:
«Mi querida Rosa,
Te escribo esta carta con el corazón destrozado. Mis padres me han obligado a volver a la ciudad y a casarme con una mujer que no amo. No puedo desobedecerlos, pues son mis padres y dependo de ellos. Pero quiero que sepas que siempre te amaré, y que nunca te olvidaré. Espero que tú seas feliz, y que encuentres a alguien que te quiera como yo.
Adiós, mi Rosa.
Tu Juan.»
Rosa leyó la carta con lágrimas en los ojos, y sintió que su mundo se derrumbaba. No podía creer que Juan la hubiera abandonado así, sin darle una explicación ni una oportunidad de despedirse. Se sintió traicionada y desesperada, y corrió hacia el bosque, sin rumbo ni destino.
Allí vagó durante días, sin comer ni beber, solo llorando su dolor. Los animales del bosque la veían pasar con pena, y trataban de consolarla, pero ella no les hacía caso. Solo quería morir junto a su amor.
Un día, llegó a un claro donde había un árbol solitario, que no tenía hojas ni flores. Era un lapacho, un árbol sagrado para los indígenas que habían habitado esas tierras antes de la llegada de los colonos. Rosa se acercó al árbol, y se abrazó a su tronco, como si fuera Juan. Y le dijo:
“Lapacho, tú que eres un árbol sagrado, escucha mi súplica. Llévame contigo, y hazme parte de ti. No quiero vivir sin mi Juan, no quiero sufrir más. Quiero ser una flor en tu copa, y esperar a que él vuelva por mí. Por favor, lapacho, ten piedad de mí.”
El lapacho escuchó las palabras de Rosa, y sintió su dolor. Era un árbol viejo y sabio, que había visto muchas cosas en su vida. Había visto el amor y el odio, la guerra y la paz, la vida y la muerte. Y sabía que el amor era lo más grande y lo más bello que existía en el mundo. Así que decidió cumplir el deseo de Rosa, y la convirtió en una flor.
Pero no en una flor cualquiera, sino en una flor de color rosa, como su nombre. Y no en una sola flor, sino en miles de flores, que cubrieron todo el árbol, desde las raíces hasta las ramas. Y no en cualquier época del año, sino en agosto, el mes previo a la primavera, donde el campo se llena de vida y color.
Así nació el lapacho rosado, el árbol más hermoso y más triste del Litoral. Cada año, en agosto, florece con amor, y su belleza es un espectáculo sin igual. Pero también llora con dolor, pues espera a su Juan que nunca volverá.
Y así termina la leyenda del lapacho. Una leyenda de amor y de dolor, de esperanza y de nostalgia. Una leyenda que se cuenta en Tatacua, y en todos los lugares donde hay lapachos en flor.
Fuente: Senderos del Litoral

